"Decadencia acelerada"
Siempre he sido un fiel usuario del VTC para moverme por mi ciudad, sin embargo, hoy por hoy y tras muchos años de fidelidad,he decidido regresar a la opción de toda la vida.
Me lo comentaron compañeros, amigos y conocidos: el VTC ya no es lo que era.
Dejé sus comentarios en cuarentena, hasta que los pude contrastar –y confirmar-con repetidas y lamentables experiencias personales durante los últimos meses.
Los VTC surgieron al amparo de aquella polémica Ley Omnibus que aprobó el segundo gobierno de Zapatero, allá por el año 2009. Digo polémica porque se sacó de la manga sin contar con nada ni nadie y parecía hecha a media de un solo proveedor de dicho servicio, Cabify, que se hizo con la mayor parte de nuevas licencias disponibles.
Sea como fuere, los Vehículos de Turismo/Transporte con Conductor plantaron cara al conocido taxi con un servicio que se solicitaba a golpe de aplicación, con tarifas asequibles y precio cerrado, coches buenos y nuevos, amables conductores bien vestidos y detalles en cada trayecto como una botellita de agua fresca, gentileza de la empresa. Era como tener un chófer particular “low cost”, y su éxito fue casi inmediato, lo que les costó más de uno y más de dos enfrentamientos con los sindicatos de conductores profesionales que les acusaban de estar destruyendo el mercado. Que en realidad, lo que parecían eran pataletas por haber perdido el monopolio de su negocio.
Yo lo descubrí de rebote, cuando un taxista me dejó tirado y me descargué la aplicación a toda pastilla para contratar el servicio. Y diez minutos después tenía un Lexus negro reluciente esperándome en la puerta. Con un conductor de buena presencia, atento y solícito. Trayecto al aeropuerto: 36 euros. 9 menos de los que me pedía “el peseta”. Me gustó tanto el servicio que me aficioné a él.
Valore sus esfuerzos en medio de la pandemia y, eso sí, tras ella comencé a percibir cómo las formas se relajaban y los coches envejecían más mal que bien. “Bueno, habrá de todo, pensé”.
Luego llegó la atomización. Junto a Cabify, aparecieron Bolt y la renacida Uber, y descubrí que la mayor parte de las veces, un mismo conductor estaba en la tres aplicaciones, con lo que triplicaba viajes… aunque no ingresos.
En los últimos dos años, cada coche que pedía me llegaba sucio y con abollones hasta en el techo. En serio, algunos parecían venir de la guerra. Por supuesto, con los testigos de fallo de motor encendidos y el indicador de revisión vencida. Que si “el flotista no quiere que el coche se pare”, que “me lo han hecho aparcado en la calle”, que “no le pasa nada pero el testigo está roto”… eran las excusas que me daban cuando educadamente preguntaba.
El pantalón de traje y la camisa blanca también fueron paulatinamente desapareciendo, porque “pasaban mucho calor en verano”.
Así mismo, observé cómo los conductores tenían un desconocimiento absoluto de por dónde iban y se limitaban a seguir obedientemente el navegador de la aplicación (Waze). Vale.
Ya durante este año me tocaron en dos ocasiones chóferes que apenas hablaban mi idioma y que a duras penas entendían las indicaciones del GPS. Por supuesto, ya ni agua ni historias. Al menos, atendieron mis súplicas de subir el climatizador, calado en “LO” en ambos casos (temperatura glaciar en el interior con apenas 23 grados fuera).
Pero la guinda del pastel fue la llegada a las flotas de los coches eléctricos.
Éstos, claramente, superan las dotes de conducción de quien los maneja.
El último, porque va a ser el último, fue un Polestar 2 que me llevó desde San Chinarro hasta Las Rozas (unos 35 kms de recorrido) guiado a una sola mano, sin indicador ninguno, con frenazos y acelerones constantes, adelantando por la derecha, picándose con otros conductores y comiéndose todos los badenes que había en el camino. Le habría dicho algo al conductor, pero iba hablando con un colega por teléfono. Y no sé cómo, porque el coche no dejaba de pitar y advertir al piloto de sus negligencias. Si no pasé miedo fue porque… bueno, era un Polestar que no deja de ser un seguro Volvo con traje pijo – o sea, más pijo. Por cierto, que tenía matrícula de hacía una semana y ya contaba con una aleta marcada. No me extraña.
Ahí me planté.
Han sido más de diez años de uso fiel y, aunque siempre supe que, como a cada cosa que funciona en este país, se sobreexplotaría y le llegaría la fase de decadencia, no creí que fuera a sobrevenir de una manera tan acelerada.
Ya tengo descargada la aplicación de la que -al fin- ya dispone el mundo del taxi. Ojalá en unos días, cuando pida el primero, me sorprendan positivamente y descubra que la competencia les ha venido bien para “ponerse las pilas”.
Y de verdad que así lo espero, porque ya no tengo ni edad ni ánimo para ir por ahí, en plan kamikaze, alquilando patinetes. Veremos.
Dejé sus comentarios en cuarentena, hasta que los pude contrastar –y confirmar-con repetidas y lamentables experiencias personales durante los últimos meses.
Los VTC surgieron al amparo de aquella polémica Ley Omnibus que aprobó el segundo gobierno de Zapatero, allá por el año 2009. Digo polémica porque se sacó de la manga sin contar con nada ni nadie y parecía hecha a media de un solo proveedor de dicho servicio, Cabify, que se hizo con la mayor parte de nuevas licencias disponibles.
Sea como fuere, los Vehículos de Turismo/Transporte con Conductor plantaron cara al conocido taxi con un servicio que se solicitaba a golpe de aplicación, con tarifas asequibles y precio cerrado, coches buenos y nuevos, amables conductores bien vestidos y detalles en cada trayecto como una botellita de agua fresca, gentileza de la empresa. Era como tener un chófer particular “low cost”, y su éxito fue casi inmediato, lo que les costó más de uno y más de dos enfrentamientos con los sindicatos de conductores profesionales que les acusaban de estar destruyendo el mercado. Que en realidad, lo que parecían eran pataletas por haber perdido el monopolio de su negocio.
Yo lo descubrí de rebote, cuando un taxista me dejó tirado y me descargué la aplicación a toda pastilla para contratar el servicio. Y diez minutos después tenía un Lexus negro reluciente esperándome en la puerta. Con un conductor de buena presencia, atento y solícito. Trayecto al aeropuerto: 36 euros. 9 menos de los que me pedía “el peseta”. Me gustó tanto el servicio que me aficioné a él.
Valore sus esfuerzos en medio de la pandemia y, eso sí, tras ella comencé a percibir cómo las formas se relajaban y los coches envejecían más mal que bien. “Bueno, habrá de todo, pensé”.
Luego llegó la atomización. Junto a Cabify, aparecieron Bolt y la renacida Uber, y descubrí que la mayor parte de las veces, un mismo conductor estaba en la tres aplicaciones, con lo que triplicaba viajes… aunque no ingresos.
En los últimos dos años, cada coche que pedía me llegaba sucio y con abollones hasta en el techo. En serio, algunos parecían venir de la guerra. Por supuesto, con los testigos de fallo de motor encendidos y el indicador de revisión vencida. Que si “el flotista no quiere que el coche se pare”, que “me lo han hecho aparcado en la calle”, que “no le pasa nada pero el testigo está roto”… eran las excusas que me daban cuando educadamente preguntaba.
El pantalón de traje y la camisa blanca también fueron paulatinamente desapareciendo, porque “pasaban mucho calor en verano”.
Así mismo, observé cómo los conductores tenían un desconocimiento absoluto de por dónde iban y se limitaban a seguir obedientemente el navegador de la aplicación (Waze). Vale.
Ya durante este año me tocaron en dos ocasiones chóferes que apenas hablaban mi idioma y que a duras penas entendían las indicaciones del GPS. Por supuesto, ya ni agua ni historias. Al menos, atendieron mis súplicas de subir el climatizador, calado en “LO” en ambos casos (temperatura glaciar en el interior con apenas 23 grados fuera).
Pero la guinda del pastel fue la llegada a las flotas de los coches eléctricos.
Éstos, claramente, superan las dotes de conducción de quien los maneja.
El último, porque va a ser el último, fue un Polestar 2 que me llevó desde San Chinarro hasta Las Rozas (unos 35 kms de recorrido) guiado a una sola mano, sin indicador ninguno, con frenazos y acelerones constantes, adelantando por la derecha, picándose con otros conductores y comiéndose todos los badenes que había en el camino. Le habría dicho algo al conductor, pero iba hablando con un colega por teléfono. Y no sé cómo, porque el coche no dejaba de pitar y advertir al piloto de sus negligencias. Si no pasé miedo fue porque… bueno, era un Polestar que no deja de ser un seguro Volvo con traje pijo – o sea, más pijo. Por cierto, que tenía matrícula de hacía una semana y ya contaba con una aleta marcada. No me extraña.
Ahí me planté.
Han sido más de diez años de uso fiel y, aunque siempre supe que, como a cada cosa que funciona en este país, se sobreexplotaría y le llegaría la fase de decadencia, no creí que fuera a sobrevenir de una manera tan acelerada.
Ya tengo descargada la aplicación de la que -al fin- ya dispone el mundo del taxi. Ojalá en unos días, cuando pida el primero, me sorprendan positivamente y descubra que la competencia les ha venido bien para “ponerse las pilas”.
Y de verdad que así lo espero, porque ya no tengo ni edad ni ánimo para ir por ahí, en plan kamikaze, alquilando patinetes. Veremos.